Cuando yo era menor (uhh), en torno de una mesa de cantina (digo, de cocina), en noches de invierno o primavera, regocijadamente departíamos todos en familia, como alegres bohemios.
Los ecos y risas escapaban de aquel sitio quieto que iban a interrumpir el imponente y profundo silencio. El humo de olorosos cigarrillos en espirales se elevaba al cielo, simbolizando resolverse en todo la vida de los sueños. Pero siempre, en todos los labios había risas (y ocasionales desaciertos). Poca inspiración en los cerebros y repartidas en la mesa, copas llenas de ron, güisqui o cerveza (para los niños coca-cola).
Era curioso ver aquel conjunto, aquel grupo bohemio, del que brotaba la palabra chusca (o la que vierte veneno) lo mismo que melosa y delicada, la música de un verso. A cada nueva libación, las penas se hallaban más lejos, y de nuestro grupo la nueva inspiración llevaba aquel cerebro, chascarrillos y versos. Y de pronto, un tío, de voz varonil decía de pronto. “Es hora, compañeros, digamos que cantamos como cantaban los muertos, brindemos por la hora que comienza, por los niños nuevos, venga la guitarra y tratemos, como lo hizo nuestro padre, a cantar los desconsuelos”
Mi otro tío, de barbas y desafinado decía, “brindo porque ya hubiere a mi existencia puesto fin con violencia si no fuere por el sino una pálida estrella”. Rechiflas, alzaba entonces su copa mi padre, y empezaba un bolero. Más tonos disonantes no se escucharan en estadios.
cantemos por el pasado, empezaba, que fue de luz, de amor y de alegría,
y respondíamos, como leyéndonos las mentes, “¡por arriba!”
y en el que hubo mujeres seductoras (¡por abajo!)
y frentes soñadoras (¡por arriba!)
que se juntaron con la frente mía (¡por abajo!)
y en el que hubo mujeres seductoras (¡por abajo!)
y frentes soñadoras (¡por arriba!)
que se juntaron con la frente mía (¡por abajo!)
y mi tío el de las barbas rasgaba en las cuerdas un chuntata...
Entre todos berreaban:
brindo por el ayer que en la amargura, que hoy cubre de negrura (mis calzones, exclamábamos)
mi corazón, esparce sus consuelos (por arriba)
trayendo hasta mi mente las dulzuras (por abajo)
de goces, de ternuras, (sin calzones)
de dichas, de deliquios, de desvelos. (por abajo).
Pero no. Ahora vamos a un kareoke, oscuro y ruidoso. Las caras se esconden, no hay lugares de guitarras, ni de pianos desafinados, ni de entonar nada. La letra en una pantalla. Unas máquinas, una voz en off que llama “Edigator, al micrófono” y uno trata de cantar la maldita primavera y los otros beben, se esconden en los vasos, platican entre ellos. Uno se vuelve a sentar y llaman al ruedo al siguiente toro, masculla “querida” o cualquier otra. aplaudimos. se acaba. Salimos a fumar afuera, el humo se dispersa entre camiones y borrachos que por las calles entonan melodías estúpidas (y geniales)…
Me pongo nostálgica cuando la exhibición de la mediocridad rompe las mesas de cocina y ni siquiera se ambiciona robarle inspiración a la tristeza (por abajo).