Una vez al año se le permite a los muertos regresar a
casa y pasar una noche con sus seres queridos.
La familia, los amigos, se preparan en sus hogares poniendo
altares para recibirlos, sacan su mantel más blanco, sus comidas favoritas, sus
bebidas, les dan sal y agua, prenden velas, ponen flores amarillas para indicar
el camino, los celebran, ponen música, cenan con su muerto, le cuentan cómo va
todo, de qué se perdió.
Así ellos agarraban fuerzas para seguir muertos y los
vivos agarramos fuerzas para seguir vivos.
Y así era. Y así había sido.
Entonces, miles y miles y miles de mariposas monarca emprendían su
camino desde Canadá, cruzando Estados Unidos, hasta llegar a México y las almas
de los muertos venían con ellas.
Uno se despertaba en octubre y se asomaba por la ventana
y podía ver las mariposas cubriendo cada rama, cada cable, se escuchaba el
suave murmullo del aletear de los muertos. El polvillo naranja lo envolvía todo,
dando un aire mágico de estar transitando entre dimensiones; el cielo
mosaiqueado de espíritus.
Yo sabía que algunos muertos van al cielo, otros más al infierno,
algunos al purgatorio y otros cuantos al nirvana o reencarnan en gusanos para
convertirse en crisálidas. Los muertos mexicanos, en cambio, se iban al norte.
Y volvían cada año.
Pero este año no he visto ni una sola monarca. Algo pasó
que las desapareció. En los últimos ocho años cada vez veo menos y menos. Y este año... cero. Ni una sola.
¿Dónde están mis muertos?
Veo que los mexicanos salen a la calle con veladores y fotos de
sus hijos y sus hermanos y sus niñas, y lloran y gritan que nos hacen falta,
¿dónde están?
¿Dónde están los muertos?
Los muertos necesitan regresar a casa con sus vivos.
¿Qué hemos hecho que perdimos nuestros muertos?
¿Cuánto tiempo llevan desapareciendo al grado que nos quitaron a todos? No nos dejaron ni uno. Necesitamos a nuestros muertos.
¿Dónde están?