Se murió Gabriel
García Márquez. Ya le tocaba descansar, vivía un poco ido desde hace poco.
Cuando tenía 21
años, en 1947***, publicó su segundo cuento en el suplemento “Fin de Semana” de
El Espectador. Como a un escritor se
le homenajea leyéndolo, les incluyo un cuento poco conocido.
Es un cuento
frenético, de realidades trastocadas, mimetismos, muerte y vida y espíritu y
carne, de sueños y limbo y un universo puesto al revés. Es una base que después
se vería en casi toda su obra.
Éste es un cuento
que deja ver esa capacidad de volcar universos en palabras e insertar al lector
en medio de la confusión y hacerlo parte, de saltos en el tiempo y de temas esenciales:
vida muerte resurrección.
Presenta a una
mujer enferma de belleza, un niño muerto enterrado bajo un naranjo, una casa,
un deseo, el sentimiento físico de la sangre vs. el sentimiento físico de la
incorporeidad, la sensación de querer una naranja.
También les pongo
este cuento porque es de un gato. Un gato que no se deja atrapar semejante a
este texto que se nos escapa como humo, ubicuo. Hay que relajarse y dejar que
el cuento fluya.
(versión en pdf)
Eva está dentro de su gato
De pronto notó que se le había derrumbado su belleza que llegó a dolerle
físicamente como un tumor o como un cáncer. Todavía recordaba el peso de ese
privilegio que llevó sobre su cuerpo durante la adolescencia y que ahora había
dejado caer —¡quién sabe dónde!— con un cansancio resignado, con un último
gesto de animal decadente. Era imposible seguir soportando esa carga por más
tiempo. Había que dejar en cualquier parte ese inútil adjetivo de su
personalidad; ese pedazo de su propio nombre que a la fuerza de acentuarse
había llegado a sobrar. Sí; había que abandonar la belleza en cualquier parte;
a la vuelta de una esquina, en un rincón suburbano. O dejarla olvidada en el
ropero de un restaurante de segunda clase como un viejo abrigo inservible.
Estaba cansada de ser el centro de todas las atenciones, de vivir asediada por
los ojos largos de los hombres. En la noche, cuando clavaba en sus párpados los
alfileres del insomnio, hubiera deseado ser mujer ordinaria, sin atractivos.
Dentro de las cuatro paredes de su habitación todo le era hostil. Desesperada,
sentía prolongarse la vigilia por debajo de su piel, por su cabeza, empujando
la fiebre hacia arriba, hacia la raíz de su cabello. Era como si sus arterias
se hubieran poblado de unos insectos diminutos y calientes que con la cercanía
de la madrugada, diariamente, se despertaban y recorrían con sus patas
movedizas, en una desgarradora aventura subcutánea, ese pedazo de barro
frutecido donde se había localizado su belleza anatómica. En vano luchaba por
ahuyentar aquellos animales terribles. No podía. Eran parte de su propio
organismo. Habían estado allí, vivos, desde mucho antes de su existencia
física. Venían desde el corazón de su padre que los había alimentado
dolorosamente en sus noches de soledad desesperada.
O tal vez habían desembocado a sus arterias por el cordón que la llevó
atada a su madre desde el principio del mundo. Era indudable que esos insectos
no habían nacido espontáneamente dentro de su cuerpo. Ella sabía que venían de
atrás, que todos los que llevaron su apellido tuvieron que soportarlos, que
tuvieron que sufrirlos como ella cuando el insomnio se hacía invencible hasta
la madrugada. Eran esos insectos los mismos que pintaban ese gesto amargo, esa
tristeza inconsolable en el rostro de sus antepasados. Ella los había visto
mirar desde su apagada existencia, desde su retrato, antiguo, víctimas de esa
misma angustia. Todavía recordaba el rostro inquietante de la bisabuela que
desde su lienzo envejecido pedía un minuto de descanso, un segundo de paz a
esos insectos que allá, en los canales de su sangre, seguían martirizándola y
embelleciéndola despiadadamente. No; esos insectos no eran suyos. Venían
transmitiéndose de generación a generación sosteniendo con su diminuta armadura
todo el prestigio de una casta selecta; dolorosamente selecta. Esos insectos
habían nacido en el vientre de la primera madre que tuvo una hija bella. Pero
era necesario, urgente, detener esa herencia. Alguien tenía que renunciar a
seguir transmitiendo esa belleza artificial. De nada valía a las mujeres de su
estirpe admirarse de sí mismas al regresar del espejo, si durante las noches
esos animales hacían su labor lenta y eficaz, sin descanso, con una constancia
de siglos. Ya no era una belleza, era una enfermedad que había que detener, que
había que cortar en forma enérgica y radical.
Todavía recordaba las horas interminables en aquel lecho sembrado de agujas
calientes. Aquellas noches en que ella trataba de empujar el tiempo para que
con la llegada del día esas bestias dejaran de doler. ¿De qué servía una
belleza así? Noche a noche, hundida en su desesperación, pensaba que más le
hubiera valido ser una mujer vulgar, o ser hombre; pero no tener esa virtud
inútil, alimentada por insectos de remotos orígenes que le estaban precipitando
la llegada irrevocable de la muerte. Tal vez sería feliz si tuviera el mismo
desgarbo, esa misma fealdad desolada de su amiga checoslovaca que tenía nombre
de perro. Más le hubiera valido ser fea, para tener un sueño apacible como el
de cualquier cristiano.
Maldijo a sus antepasados. Ellos tenían la culpa de su vigilia. Ellos, que
habían transmitido esa belleza invariable, exacta, como si después de muertas
las madres sacudieran y renovaran las cabezas para injertarlas en los troncos
de las hijas. Era como si la misma cabeza, una cabeza sola, hubiera venido
transmitiéndose, con unas mismas orejas, con igual nariz, con idéntica boca,
con su pesada inteligencia, en todas las mujeres, quienes tenían que recibirla
irremediablemente como un doloroso patrimonio de belleza. Era allí, en la
transmisión de la cabeza, donde venía ese microbio eterno que a través de las
generaciones se había acentuado, había tomado personalidad, fuerza, hasta
convertirse en un ser invencible, en una enfermedad incurable que al llegar a
ella, después de haber pasado por un complicado proceso de censuración, ya ni
podía soportarse y era amarga y dolorosa... Exactamente como un tumor o como un
cáncer.
En esas horas de desvelo era cuando se acordaba de las cosas desagradables
a su fina sensibilidad. Recordaba esos objetos que constituían el universo
sentimental donde se habían cultivado, como en un caldo químico, aquellos
microbios desesperantes. En esas noches, con los redondos ojos abiertos y
asombrados, soportaba el peso de la oscuridad que caía sobre sus sienes como un
plomo derretido. En derredor suyo dormían todas las cosas. Y desde su rincón,
ella trataba de repasar, para distraer su sueño, sus recuerdos infantiles.
Pero siempre esa recordación terminaba con un terror por lo desconocido.
Siempre su pensamiento, después de vagar por los oscuros rincones de la casa,
se encontraba frente a frente con el miedo. Entonces empezaba la lucha. La
verdadera lucha contra tres enemigos inconmovibles. No podría —no, no podría
jamás— sacudir el miedo de su cabeza. Tenía que soportarlo apretado a su
garganta. Y todo por vivir en ese caserón antiguo, por dormir sola en aquel
rincón, apartada del resto del mundo.
Siempre su pensamiento se iba por los húmedos pasadizos oscuros sacudiendo
de los retratos el polvo seco cubierto de telarañas. Ese polvo inquietante y
tremendo que caía de arriba, desde ese sitio en que se estaban deshaciendo los
huesos de sus antepasados. Invariablemente se acordaba de “el niño”. Allá lo
imaginaba, sonámbulo, debajo de la hierba, en el patio, junto al naranjo con un
puñado de tierra mojada dentro de la boca. Le parecía verlo en su fondo
arcilloso, cavando hacia arriba con las uñas, con los dientes, huyéndole al
frío que le mordía la espalda; buscando la salida al patio por ese pequeño
túnel donde lo habían metido con los caracoles. En el invierno lo oía llorar
con su llanto chiquito, sucio de barro, traspasado por la lluvia. Lo imaginaba
completo. Tal como lo habían dejado cinco años atrás, en aquel hueco lleno de
agua. No podía pensar que se hubiera descompuesto. Al contrario, debía de ser
bellísimo navegando en esa agua espesa como en un viaje sin salida. O lo veía
vivo pero asustado, miedoso de sentirse solo, enterrado en un patio tan
sombrío. Ella misma se había opuesto a que lo dejaran allí, debajo del naranjo,
tan cercano a la casa. Le tenía miedo. Sabía que en las noches en que la
persiguiera la vigilia él lo adivinaría. Regresaría por los anchos corredores a
pedirle que lo acompañara, a pedirle que lo defendiera de esos otros insectos
que se estaban comiendo la raíz de sus violetas. Volvería a que lo dejara
dormir a su lado como cuando era vivo. Ella tenía miedo de sentirlo de nuevo a
su lado después de haber saltado el muro de la muerte. Tenía miedo de robar
esas manos que “el niño” traería siempre cerradas para calentar su pedacito de
hielo. Ella quería, después de que lo vio convertido en cemento como la estatua
del miedo tumbada sobre el lino, quería que se lo llevaran lejos para no
recordarlo en la noche. Y sin embargo lo habían dejado allí donde ahora estaba
imperturbable, astroso, alimentando su sangre con el barro de las lombrices. Y
ella tenía que resignarse a verlo regresar desde su fondo de tinieblas. Porque
siempre invariablemente, cuando se desvelaba se ponía a pensar en “el niño” que
debía estar llamándola desde su pedazo de tierra para que lo ayudara a fugarse
de esa muerte absurda.
Pero ahora, en su nueva vida intemporal, inespacial, estaba más tranquila.
Sabía que allá, fuera de su mundo, todo seguía marchando con el mismo ritmo de
antes; que su habitación debía de estar aún sumida en la madrugada y que sus
cosas, sus muebles, sus trece libros favoritos, permanecían en su puesto. Y que
en su lecho, desocupado, apenas empezaba a desvanecerse el aroma corpóreo que
ocupaba ahora su vacío de mujer entera. Pero, ¿cómo pudo suceder “eso”? ¿Cómo
ella, después de ser una mujer bella, con la sangre poblada de insectos,
perseguida por el miedo en la noche total, había dejado la pesadilla inmensa,
insomne, para ingresar ahora a un mundo extraño,desconocido, en donde habían
sido eliminadas todas las dimensiones? Recordó. Aquella noche —la de su
tránsito— hacía más frío que de costumbre y ella estaba sola en la casa,
martirizada por el insomnio. Nadie perturbaba el silencio, y el olor que subía
del jardín, era un olor a miedo. El sudor brotaba de su cuerpo como si la
sangre de sus arterias se estuviera derramando con su carga de insectos.
Deseaba que alguien pasara por la calle, alguien que gritara, que rompiera aquella
atmósfera detenida. Que se moviera algo en la naturaleza, que volviera la
tierra a girar alrededor del sol. Pero fue inútil. Ni siquiera despertarían
esos hombres imbéciles que se habían quedado dormidos debajo de su oreja,
dentro de la almohada. Ella también estaba inmóvil. Las paredes manaban un
fuerte olor a pintura fresca, ese olor espeso, grande, que no se siente con el
olfato sino con el estómago. Y sobre la mesa el reloj único, golpeando el
silencio con su máquina mortal. “¡El tiempo... oh, el tiempo...!”, suspiró ella
recordando a la muerte. Y allá, en el patio, debajo del naranjo, seguía
llorando “el niño” con su llanto chiquito desde el otro mundo.
Acudió a todas sus creencias. ¿Por qué no amanecía en aquel momento o se
moría de una vez? Nunca creyó que la belleza fuera a costarle tantos
sacrificios. En aquel momento —como de costumbre— seguía doliéndole por encima
del miedo. Y por debajo del miedo seguían martirizándola esos implacables
insectos. La muerte se le había apretado a la vida como una araña que la mordía
rabiosamente, dispuesta a hacerla sucumbir. Pero estaba de-morando el último
instante. Sus manos, esas manos que los hombres apretaban imbécilmente, con
manifiesta nerviosidad animal, estaban inmóviles, paralizadas por el miedo, por
ese terror irracional que venía de adentro, sin ningún motivo, sólo por saberse
abandonada en aquella casa antigua. Trató de reaccionar y no pudo. El miedo la
había absorbido totalmente y continuaba allí, fijo, tenaz, casi corpóreo; como
si fuera una persona invisible que se había propuesto no salir de su
habitación. Y lo que más la intranquilizaba era que ese miedo no tuviera
justificación alguna, que fuera un miedo único, sin razón; un miedo porque sí.
La saliva se había vuelto espesa en su lengua. Era mortificante entre sus
dientes esa goma dura que se le pegaba al paladar y fluía sin que ella pudiera
contenerla. Era un deseo distinto a la sed. Un deseo superior que estaba
experimentando por primera vez en su vida. Por un momento se olvidó de su
belleza, de su insomnio y de su miedo irracional. Se desconoció a sí misma. Por
un instante creyó que habían salido los microbios de su cuerpo. Sentía que se
habían venido pegados a su saliva. Sí; todo eso estaba muy bien. Bien que los
insectos la hubieran despoblado y que ahora pudiera dormir. Pero era necesario
encontrar un medio para disolver aquella resina que le embotaba la lengua. Si
pudiera llegar hasta la despensa y... ¿Pero en qué estaba pensando? Tuvo un
golpe de sorpresa. Nunca había sentido “ese deseo”. La urgencia de la acidez la
había debilitado, volviendo inútil la disciplina que había seguido fielmente
durante tantos años, desde el día en que sepultaron a “el niño”. Era una
tontería, pero sentía asco de comerse una naranja. Sabía que “el niño” había subido
hasta los azahares y que las frutas del próximo otoño estarían hinchadas de su
carne, refrescadas con la tremenda frescura de su muerte. No. No podía
comerlas. Sabía que debajo de cada naranjo, en todo el mundo, había un niño
enterrado que endulzaba las frutas con la cal de sus huesos. Sin embargo ahora
tenía que comerse una naranja. Era el único remedio para esa goma que la estaba
ahogando. Era una tontería pensar que “el niño” estaba dentro de una fruta.
Aprovecharía ese momento en que la belleza había dejado de dolerle para llegar
hasta la despensa. Pero... ¿no era raro aquello? Era la primera vez en su vida
que sentía verdaderos deseos de comerse una naranja. Se puso alegre, alegre.
¡Ah, qué placer! ¡Comerse una naranja! No sabía por qué, pero nunca tuvo un
deseo más imperativo. Se levantaría. feliz de ser otra vez una mujer normal;
cantando alegremente llegaría hasta la despensa; cantando alegremente, como una
mujer nueva, recién nacida. Llegaría inclusive hasta el patio y...
Su recuerdo se tronchaba de pronto. Recordaba que había tratado de
levantarse y que ya no estaba en su cama, que había desaparecido su cuerpo, que
no estaban allí sus trece libros favoritos y que ella no era ya ella. Ahora
estaba incorpórea, flotando, vagando sobre una nada absoluta, convertida en un
punto amorfo, pequeñísimo, sin dirección. No podía precisar lo sucedido. Estaba
confundida. Sólo tenía la sensación de que alguien la había empujado al vacío
desde lo alto de un precipicio. Y nada más. Pero ahora no sentía ninguna
reacción. Se sentía convertida en un ser abstracto, imaginario. Se sentía
convertida en una mujer incorpórea; algo como si de pronto hubiera ingresado en
ese alto y desconocido mundo de los espíritus puros.
Volvió a tener miedo. Pero era un miedo distinto al del momento anterior.
Ya no era el miedo al llanto de “el niño”. Era un terror por lo extraño, por lo
misterioso y desconocido de su nuevo mundo. ¡Y pensar que después todo eso
había sucedido tan inocentemente, con tanta ingenuidad de su parte! ¿Qué iba a
decir a su madre cuando al llegar a la casa se iba a enterar de lo acontecido?
Empezó a pensar en la alarma que se produciría en los vecinos cuando abrieran
la puerta de su habitación y descubrieran que el lecho estaba vacío, que las
cerraduras no habían sido tocadas, que nadie había podido entrar o salir y que
sin embargo ella no estaba allí. Imaginó el gesto desesperado de su madre
buscándola por toda la habitación, haciendo conjeturas, preguntándose a sí
misma “qué habría sido de esa niña”. La escena se le presentaba clara.
Acudirían los vecinos y empezarían a tejer comentarios —algunos maliciosos—
sobre su desaparición. Cada cual pensaría según su propio y particular modo de
pensar. Cada cual trataría de dar la explicación más lógica, la más aceptable
al menos, en tanto que su madre correría por los pasadizos del caserón,
desesperada, llamándola por su nombre.
Y ella estaría allí. Contemplaría el momento detalle a detalle desde su
rincón, desde el techo, desde las hendiduras del muro, desde cualquier parte;
desde el ángulo más propicio, escudada en su estado incorpóreo, en su
inespacialidad. La intranquilizaba pensarlo. Ahora se daba cuenta de su error.
No podría dar ninguna explicación, aclarar nada, consolar a nadie. Ningún ser
vivo podría ser informado de su transformación. Ahora —quizás la única vez que
los necesitaba— no tendría una boca, unos brazos, para que todos supieran que
ella estaba allí, en su rincón, separada del mundo tridimensional por una
distancia insalvable. En su nueva vida estaba aislada, totalmente impedida de
captar sensaciones. Pero a cada momento algo vibraba en ella, un
estremecimiento que la recorría, inundándola, la hacía saber de ese otro
universo físico que se movía fuera de su mundo. No oía, no veía, pero sabía de
ese sonido y de esa visión. Y allá, en la altura de su mundo superior, empezó a
saber que un ambiente de angustia la rodeaba.
Hacía apenas un segundo —de acuerdo con nuestro mundo temporal— que se
había realizado el tránsito, de manera que sólo ahora empezaba ella a conocer
las modalidades, las características de su nuevo mundo. En torno suyo giraba
una oscuridad absoluta, radical. ¿Hasta cuándo durarían esas tinieblas?
¿Tendría que acostumbrarse a ellas eternamente? Su angustia aumentó de
concentración al saberse hundida en esa niebla espesa, impenetrable: ¿estaría
en el limbo? Se estremeció. Recordó todo lo que había oído decir alguna vez
sobre el limbo. Si en verdad estaba allí, a su lado flotaban otros espíritus
puros de niños que murieron sin bautismo, que habían estado muriendo durante
mil años. Trató de buscar en la sombra la vecindad de esos seres que debían de
ser mucho más puros, mucho más simples que ella. Aislados por completo del
mundo físico, condenados a una vida sonámbula y eterna. Tal vez estaba “el
niño” persiguiendo una salida para llegar hasta su cuerpo.
Pero no. ¿Por qué tendría que estar en el limbo? ¿Acaso había muerto? No.
Simplemente fue un cambio de estado, un tránsito normal del mundo físico a un
mundo más fácil, descomplicado, en el que habían sido eliminadas todas las
dimensiones.
Ahora no tenía que sufrir esos insectos subcutáneos. Su belleza se había
derrumbado. Ahora, en esa situación elemental, podía ser feliz. Aunque...
—¡oh!— no completamente feliz porque ahora su más grande deseo, el deseo de
comerse una naranja, se había hecho irrealizable. Era por lo único que hubiera
querido estar todavía en su primera vida. Para poder satisfacer la urgencia de
la acidez que persistía aún después del tránsito. Trató de orientarse a fin de
llegar hasta la despensa y sentir, siquiera, la fresca y agria compañía de las
naranjas. Fue entonces cuando descubrió una nueva modalidad de su mundo: estaba
en todas partes de la casa, en el patio, en el techo, hasta en el propio
naranjo de “el niño”. Estaba en todo el mundo físico más allá. ¡Y sin embargo
no estaba en ninguna parte! De nuevo se intranquilizó. Había perdido el control
sobre sí misma. Ahora estaba sometida a una voluntad superior, era un ser
inútil, absurdo, inservible. Sin saber por qué empezó a ponerse triste. Casi
comenzó a sentir nostalgia por su belleza: por esa belleza que ella había
desperdiciado tontamente.
Pero una idea suprema la reanimó. ¿No había oído decir acaso que los
espíritus puros pueden penetrar a voluntad en cualquier cuerpo? Después de
todo, ¿qué perdía con intentarlo? Trató de recordar cuál de los habitantes de
la casa podría ser sometido a la prueba. Si lograba realizar su propósito
quedaría satisfecha: podría comerse la naranja. Recordó. A esa hora la gente
del servicio no acostumbraba estar allí. Su madre no había llegado todavía.
Pero la necesidad de comerse una naranja unida ahora a la curiosidad de verse
encarnada en un cuerpo distinto al suyo, la obligaba a actuar cuanto antes.
Pero no había allí nadie en quien encarnarse. Era una razón desoladora: no
había nadie en la casa. Tendría que vivir eternamente aislada del mundo
exterior, en su mundo adimensional, sin poder comerse la primera naranja. Y
todo por una tontería. Hubiera sido mejor seguir soportando unos años más esa
belleza hostil y no anularse para siempre, inutilizarse como una bestia
vencida. Pero ya era demasiado tarde.
Iba a retirarse, decepcionada, a una región distante del universo, a una
comarca donde pudiera olvidarse de todos sus pasados deseos terrenos. Pero algo
la hizo desistir bruscamente. En su comarca desconocida se abrió la promesa de
un futuro mejor. Sí: había alguien en la casa en quien podría reencarnarse: ¡en
el gato! Vaciló luego. Era difícil resignarse a vivir dentro de un animal.
Tendría una piel suave, blanca, y habría en sus músculos concentrada una gran
energía para el salto. En la noche sentiría brillar sus ojos en la sombra como
dos brasas verdes. Y tendría unos dientes blancos, agudos, para sonreírle a su
madre desde su corazón felino con una ancha y buena sonrisa animal. ¡Pero
no...! No podía ser. Se imaginó de pronto metida dentro del cuerpo del gato,
recorriendo otra vez los pasadizos de la casa, manejando cuatro patas incómodas
y aquella cola se movería suelta, sin ritmo, ajena a su voluntad. ¿Cómo sería
la vida desde esos ojos verdes y luminosos? En la noche se iría a maullarle al
cielo para que no derramara su cemento enlunado sobre el rostro de “el niño”
que estaría bocarriba bebiéndose el rocío. Tal vez en su situación de gato
también sienta miedo. Y tal vez, al fin de todo no podría comerse la naranja
con esa boca carnívora. Un frío venido de allí mismo, nacido en la propia raíz
de su espíritu tembló en su recuerdo. No. No era posible encarnarse en el gato.
Tenía miedo de sentir un día en su paladar, en su garganta, en todo su
organismo cuadrúpedo, el deseo irrevocable de comerse un ratón. Probablemente
cuando su espíritu empiece a poblar el cuerpo del gato ya no sentiría deseos de
comerse una naranja sino el repugnante y vivo deseo de comerse un ratón. Se
estremeció al imaginarlo preso entre sus dientes después de la cacería. Lo
sintió debatirse en sus últimos intentos de fuga, tratando de liberarse para
llegar otra vez hasta su cueva. No. Todo menos eso. Era preferible seguir allí
eternamente, en ese mundo lejano y misterioso de los espíritus puros.
Pero era difícil resignarse a vivir olvidada para siempre. ¿Por qué tenía
que sentir deseos de comerse un ratón? ¿Quién primaría en esa síntesis de mujer
y gato? ¿Primaría el instinto animal, primitivo, del cuerpo, o la voluntad pura
de mujer? La respuesta fue clara, cristalina. Nada había que temer. Se
encarnaría en el gato y se comería su deseada naranja. Además sería un ser
extraño, un gato con inteligencia de mujer bella. Volvería a ser el centro de
todas las atenciones... Fue entonces, por primera vez, cuando comprendió que
por sobre todas sus virtudes estaba imperando su vanidad de mujer metafísica.
Como un insecto cuando pone en guardia sus antenas así orientó ella su
energía por toda la casa en busca del gato. A esa hora debía de estar aún sobre
la estufa soñando que despertará con un tallo de valeriana entre los dientes.
Pero no estaba allí. Volvió a buscarlo, pero ya no encontró la estufa. La
cocina no era la misma. Los rincones de la casa le eran extraños; ya no eran
aquellos oscuros rincones llenos de telaraña. El gato no estaba en ninguna
parte. Buscó por los tejados, en los árboles, en los canales, debajo de la
cama, en la despensa. Todo lo encontró confundido. Donde creyó encontrar, otra
vez, los retratos de sus antepasados, no encontró sino un frasco con arsénico.
De allí en adelante encontró arsénico en toda la casa, pero el gato había
desaparecido. La casa no era ya la misma de antes. ¿Qué había sido de sus
cosas? ¿Por qué sus trece libros favoritos estaban cubiertos ahora de una
espesa capa de arsénico? Recordó el naranjo del patio. Lo buscó y trató de
encontrar otra vez “el niño’’ en su hueco de agua. Pero no estaba el naranjo en
su sitio y “el niño” no era ya sino un puño de arsénico con ceniza bajo una
pesada plataforma de concreto. Ahora sí dormía definitivamente. Todo era
distinto. Y la casa tenía un fuerte olor arsenical que golpeaba el olfato como
desde el fondo de una droguería.
Sólo entonces comprendió ella que habían pasado ya tres mil años desde el
día en que tuvo deseos de comerse la primer naranja.
*** No encuentro la referencia precisa, puede ser entre el número 81 al 86,
porque la referencia dada es que después de “Tercera resignación”, su primer
cuento publicado en el número 80, publicó su segundo cuento de 2 a 6 semanas
después. Luego fue el Bogotazo y no publicó más ahí.
supiste del programa de NPR dedicado a él?? lo pusieron en the Ideas Network con el Idal ese de Amherst
ResponderBorrarNo, no lo escuché.
ResponderBorrarLo voy a buscar, thank you! :)